Lupe Andrade Salmón
¿Cuán cerca estamos del cielo?
Hace poco discutía con un amigo, afirmando que La Paz está mucho más cerca del cielo que su ciudad norteamericana, ya que llevamos 3600 metros de ventaja. No acepta mi argumento, diciendo que puede plantar unos frijoles mágicos, pero creo que vale la pena añadir otros factores a tan seria discusión.
Primero, el invierno paceño es asoleado, bello, con cielos azules y aire un poco ralo pero puro, sin esa contaminación de gasolina y goma quemada, mezclada con escape de calefacción, que convierte a muchas ciudades gringas en lugares grises y tristes. Tan común es el problema allí que lo llaman Síndrome SAD (por el cambio estacional), y recomiendan encender muchas luces para combatir la depresión invernal. Luego, les aseguro que los frijoles, por mágicos que fuesen, no pueden crecer miles de metros hacia el infinito, en cambio nosotros, apenas caminamos unas cuantas cuadras cuesta arriba, sabemos que nos acercamos al cielo de manera real y mensurable.
La primavera y otoño en La Paz, también vienen con pocos cambios, y solamente en el supuesto “verano” estamos sometidos a días nublados y lluvias frecuentes que por otra parte, son bienvenidas para parques y jardines. Los frijoles mágicos no hacen falta aquí, ya que trepar al cerro más cercano nos lleva hacia el cielo de forma muy efectiva. Miro por una ventana hacia las torres de El Alto, y las veo con cristalina claridad.
Miro por otra ventana, y veo agradecida a la Muela del Diablo mostrando sus increíbles colores de arcilla natural, aunque un par de feos edificios me tapan al Illimani, y hoy la expansión urbana está violando la belleza natural de la Muela misma. ¡Ay!
Pero el cielo paceño y el Cielo no son lo mismo ¿cierto? Aún así, aquí estamos mucho más cerca de ese Cielo, el de las historias de San Pedro con sus llaves, y casi puedo oír a los ángeles cantando gloriosos himnos matinales, junto al coro de gorriones, picaflores, chiguancos y otras avecillas simpáticas. Las gaviotas andinas de las riberas del Choqueyapu elevan sus blancas alas en hermosos giros, y hasta el halcón que hace su nido en el edificio del frente despliega majestuosidad en su vuelo mortífero al cazar palomas.
Los árboles y flores de la Plaza Roma dan un hermoso toque verde al paisaje. Todo tan real, tan cercano, tan auténtico. Aún las pequeñas casitas casi incoloras que trepan los cerros hacia la vecindad de El Alto tienen gracia, demostrada en la valentía de sendas y aceras empinadas que desafían a la gravedad misma.
He pasado largas temporadas este año en Yungas, en un espacio hermoso que me permite ver al Mururata con sus alas nevadas, cada mañana. Sin embargo, la vida valiente demostrada por los paceños, su ingenio en construir (con frecuencia sin total legalidad) en lugares insólitos, y de mirar hacia el sol paceño con esperanzadora mentalidad, es único, casi solamente reservado a esta ciudad cercana al infinito, pegada a su tierra multicolor y aficionada a derrumbarse en los momentos más inesperados.
Quien no ama a La Paz, no tiene alma aventurera. No tiene pies valientes para acometer subidas y bajadas, no tiene piel resistente ante asoleadas fuertes o lluvias inesperadas, no tiene ojos generosos para apreciar la valentía de quienes treparon empinadas laderas, creando pasajes y graderías, desafiando hasta la Ley de Gravedad para construir casitas de apariencia imposible.
Lugares semi-escondidos como El Montículo, la Calle Jaén, o las gradas que bajan de Miraflores hacia la Zona Sur, merecen un pensamiento agradecido. Para muchos jóvenes calacoteños, no existe más que ese sector y “El Centro”, un epíteto no siempre favorecedor. La Paz tiene mucho más que ofrecer, les aseguro. Camine, mire, agradezca a los antepasados que desafiaron mil obstáculos para crear una ciudad única. No se quede “plano” en la plana Zona Sur. Hay lugares maravillosos que explorar y le prometo, apreciado lector, que me agradecerá la idea y el impulso.
Lupe Andrade Salmón es periodista
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